LOS MÉDICOS TAMBIÉN SE ENFERMAN
LOS MÉDICOS TAMBIÉN SE ENFERMAN
El respeto que la Bioética proclama por la vida humana como principio
fundamental y la profesión médica acoge como deber no está circunscrito, solo,
al cuidado y protección de la salud de los pacientes. En igual medida,
trasciende la protección y cuidado de la propia salud, de la vida misma del
médico; expuesto a los inevitables riesgos de su diaria y estresante actividad
asistencial con las consiguientes consecuencias de enfermedades orgánicas y
perturbaciones neuro psíquicas.
Las medidas de seguridad necesarias, para garantizar la calidad del
servicio asistencial, que con tanto celo se exigen a los profesionales de la
salud, deberían proyectarse, también, a ellos, por las directivas hospitalarias,
para proteger su integridad física y personal.
Gran realidad del trabajador médico es que se encuentra desprotegido por
las empresas prestadoras del servicio sanitario y por ende, del mismo Estado.
Mientras la comunidad acude a los centros de salud haciendo valer sus derechos,
con las benditas tutelas, demandas respetuosas si acuden a los jueces o con
agresividad y violencia, cada vez más frecuente en aplicación de justicia por
su propia cuenta; los médicos son tratados sin ninguna consideración cuando
enferman o se accidentan. Les toca, pacientes, suerte similar al común de la
gente. Por su raigambre médica merecerían el beneficio de una especial protección
institucional, un justo trato preferencial.
Y… no, la amarga realidad es que
el médico en su condición de enfermo tiene que soportar las mismas largas
esperas para tratamientos y procedimientos, interminables y desesperantes filas
para acceder a la consulta o ser atendido en la urgencia y tal vez lo peor, ser
tratado muchas veces como un indigente por despiadados funcionarios de las EPS
e IPS.
Impotente, es muy poco lo que puede hacer el médico asistencial que ante
el malestar del colega que sufre quiere atenderlo con mayor diligencia y esmero
en cumplimiento de un imperativo ético de la profesión. “La lealtad y la
consideración mutuas constituyen el fundamento esencial de las relaciones entre
los médicos” contempla el artículo 29 de la Ley 23 de Ética Médica.
Ingrato trance padece, entonces,
el profesional de la salud cuando se invierten los papeles y pasa de consagrado
médico sanador a frágil e incomprendido enfermo; como otro cualquiera:
incapacitado y minusválido. No, como otro cualquiera no, porque este tiene
escasa o ninguna idea de los intríngulis de su padecimiento y de alguna manera,
contra viento y marea, acepta su condición de paciente, haciendo honor al
sentido semántico de esta expresión.
En cambio, al médico se le agota la
indispensable paciencia ante el escenario, que conoce bastante bien, de su
dolencia con su fisiopatología, diagnóstico, tratamiento y pronóstico. Cuando
la patología que lo aflige es mental o adictiva, admitirla y acudir en busca de
ayuda se convierte en problema mucho más grave por el rechazo social que trae
consigo, aun en el mismo gremio, lo más delicado. Situación que desde el punto
de vista laboral puede estar relacionada con el conocido “Síndrome de Desgaste
Profesional, Burnout” caracterizado por depresión, soledad, sentimiento de
fracaso y pérdida de autoestima. La imagen que proyecta en esta circunstancia
es la de una persona amargada, sin entusiasmo para cumplir con sus obligaciones
y con su vocación y curiosidad científica perdidas.
Lo curioso, pretende, con la enfermedad a cuestas, seguir siendo médico
de él mismo, en contravía muchas veces de los especialistas que lo atienden.
Acostumbrado a enfrentar la enfermedad del otro, de sus pacientes, tiene
dificultad en aceptar su propia enfermedad, reconocerse como enfermo, hasta el
extremo de pretender seguir su actividad normal con el gran peligro que esto
implica para la salud de sus pacientes; además, del conflicto familiar y
laboral que esta actitud genera.
El médico es el más difícil de los enfermos por tratar para sus pares de
profesión. La virtuosa imperturbabilidad, que mostraba antes en su diario
accionar clínico, se va a la porra. Llamado a comportarse con la altura y la
dignidad características de su investidura galénica tiene que sacar fuerzas
para mostrar mayor tolerancia, máxima comprensión y sobre todo humildad, mucha
humildad. Humano y mortal al fin no es nada fácil para el médico aceptarse como
paciente que impedido cuestiona, entonces, los preceptos de su propia
profesión, la atención del sistema de salud del cual forma parte, la veracidad
del conocimiento y la eficiencia de la tecnología médica.
La incredulidad en la profesión, en el sistema y en la ciencia vuelve al
médico, antes descreído, al encuentro con lo divino, retorna a sus raíces
religiosas marchitas, que de alguna manera resignan su dolor y sufrimiento. El
tormento de la enfermedad le hace caer en cuenta la realidad de la muerte, a la
que poca importancia había dado, abstraído en los avatares de una agitada
carrera profesional que no daba tiempo para el contacto con el mundo de la fe.
Sin embargo, en actitud
constructiva el médico en su condición de enfermo podría asumir por la
experiencia vivida, como tal, el papel de verdadero auditor de la asistencia
médica y hospitalaria recibida aportando valiosos conceptos que, tenidos en
cuenta, contribuirían a mejorar la calidad del servicio de la institución que
tuvo a bien albergarlo.
Tienen razón quienes pregonan que todo estudiante de medicina antes de
graduarse debería hacer un curso de enfermo. Para que aprenda a comprender y
tratar su padecer y sufrir. Luego en ejercicio de la profesión no hacer en sus
pacientes lo que no le gustaría hicieran con él si llegare a estar en esta
condición, tal cual lo demanda el principio bioético de beneficencia “Del menor daño posible contra el mayor
beneficio posible”, de claro origen aristotélico.
Tristeza no más invaden el alma adolorida y el cuerpo cansado del médico,
posesionado por los pesares propios de la senescencia; cuando regresa enfermo
al viejo y querido hospicio en donde fue diligente y eximio practicante de la
medicina, al servicio incondicional de la gente, sin distingo. “Consagró su
vida al servicio de la humanidad”, tal cual lo demanda el juramento médico. Y
encuentra que todo ha cambiado. Ya nada queda de aquel amado ambiente hospitalario.
Busca esperanzado la cara amiga de un médico conocido, entre el tumulto de los
que presurosos, en sus tiempos de gloria, solo vestían de impecable blanco y
solo encuentra rostros fruncidos sin ningún asomo de confraternidad. Confundido
ve pasar desconocidos que muestran carnavalescos uniformes de múltiples colores
cual modelos en pasarela.
Rememora silencioso y nostálgico al encumbrado médico
que antaño fue; al lado, ahora, de los que igual a él, en la incómoda banca de
un pasillo lamentan el trato inhumano que reciben, rumian sus vicisitudes
corporales y consuelan mutuamente la desdicha de sus males.
Lo triste es así.
Los médicos también se enferman.
Tomado de:
Coronado Hurtado T, 2014, Viaje por el Jardín de Akademus. Digresiones de un Académico, Ediciones Unilibre, Barranquilla, p. 109-111
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