. SAN VALENTÍN MILAGROSO. Del desamor al amor.



                  
           
Solo le gustaban las putas. Peter Amastha se graduó de hombre, tenía 14 años, en el Barrio Chino de Barranquilla. Una rubia madame, bastante mayor para él, cuarentona, le hizo el favor de desvirgarlo. Desde entonces no hubo prostíbulo de la ciudad que no visitara, fines de semana, en busca de una coya que aplacara su desenfrenado arrebato juvenil.

María La O, Negra Eufemia, Casa de René en el Barrio Olaya, La Charanga, Gato Negro, Palo de Oro en la Ceiba, Place Pigalle a la salida de Barranquilla, en el Bosque, eran sitios que frecuentaba. Atendido, como un príncipe, por damiselas que allí, sin escrúpulos, le dispensaban sus perfumados y obscenos cuerpos, se consideraba todo un macho, Juan la V. Así lo proclamaba a los cuatros vientos a sus amigos “zanahorios”, conformes en furtivos amoríos con “chicas bien, de su casa”.

Mujeres recatadas no llamaban la atención del “turco” o Peter VII, apodo satírico que le endilgaron sus compinches putañeros; damas de “cero en conducta” eran su predilección. Se consideraba incapaz de enamorar a una respetable niña del vecindario.
-      “A mí me gusta ir directo al grano”, eso de enamoramientos nada que ver conmigo, decía en su pudibunda concepción de la hombría.

II
Pasado el tiempo María Corina, su devota y sufrida madre, cayó en un decaimiento total por severo síndrome depresivo sin explicación para sus familiares. Nazira, hija mayor, cansada de andar de médico en médico, buscó al fin atención especializada y la llevó al psiquiatra. Para el común de la gente este especialista solo lo consideran necesario en casos de “locura”.

El doctor relacionó el mal que aquejaba a su paciente con la desordenada existencia de su querido vástago; en razón al deseo expresado por esta de que su “niño bordón”, ya grande y hecho un exitoso profesional del derecho se ajuiciara con una buena muchacha, formalizara un hogar y tuviera descendencia, próximo, ya, a cumplir los cuarenta.

Dos hijas mayores, a pesar de su devoción a San Valentín, patrón de los enamorados, no le habían dado el gozo de tener los nietos en que había soñado. Tal cual las “Novias de Barranca, Quedaron para vestir santos” comentaban, con ironía, chismosas del barrio que no han de faltar.

El turco Amastha al contemplar la condición lamentable de su madre reflexionó preocupado y se comprometió ante ella, invocando a San Valentín, por insinuación de las hermanas que aun conservaban su fe en este mártir de la iglesia católica, poniéndolas a ellas de testigos, cambiar el rumbo equivocado de su existencia e ir a la conquista de una agraciada y virtuosa joven que lo hiciera olvidar los oscuros burdeles.  Mandar al carajo la vida perra que llevaba. Hizo la promesa con la condición de que él no pensaba casarse. Aspiración suya era dedicar sus mayores energías al ejercicio de su profesión.

III
Ya juicioso en su casa, lejos del bajo mundo, Peter fue invitado a la fiesta de una quinceañera pariente para la que preparó las mejores galas de un serio y digno conquistador.

Entre el claro oscuro del friolento amanecer, de un sábado rumbero, Peter detiene su recién comprado automóvil bajo la enramada de una frondosa acacia, cercana a la hermosa vivienda del residencial sector donde vive Rosa, agraciada joven con quien bailó toda la noche. Como un cortés caballero se ofreció, una vez terminado el festejo, para llevarla de regreso a su casa. 

Apoyado en el silencio cómplice de la aurora, de improviso, Peter agarra la trémula y delicada mano de su acompañante, la empuña contra su pecho, mira fijamente a los ojos color miel y arrima un tanto nervioso, pero decidido, sus labios a los de ella. Bastaron escasos minutos para que este acercamiento bucal se tornara en el más voluptuoso primer beso que daba a una sumisa y complaciente Rosa.  El sol tempranero alcanzó a ser único testigo del nacimiento de lo que con el tiempo sería indestructible y apasionado romance.

De esa manera nació, fogosa, callada, dispar relación de una mujer elegante, primorosa, envuelta en la ternura angelical de una joven virgen aun, con un hombre mayor, dos decenas de años más que ella.   Sin encantos físicos aparentes, el osado jurista la había impactado con suaves caricias, la audacia de su amorosa sutileza, sin igual inteligencia y humor encantador, para convertirla en su desprevenida novia.

De cara preciosa, ojos grandes y vivos, boca amplia y gruesos labios, por lo mismo apetitosa, larga y resplandeciente melena; sin ser monumental posee talle esbelto que hace de Rosa una hembra atractiva, provocativa y provocadora para cualquier varón. Sus encantos atraen las miradas sugestivas de muchachos contemporáneos, cercanos, que la acosan sin disimulo, con terca insistencia. Sin dispensarles, ella, mínima atención.

Rosa De los Ángeles supuso que lo sucedido, esa fresca madrugada de un imprevisto sábado de mayo sería evento casual que terminaría ahí, dadas las tremendas diferencias personales con su pretendiente. Tal vez pensaba, pasados los días, que lo ocurrido fue en la sinrazón de una calentura juvenil; consecuencia del efecto estimulante de unos tragos que, en noche inolvidable, los dos habían degustado en la festiva reunión familiar.

IV
Esa madrugada, antes de dejar a Rosa en su morada, quedaron comprometidos en verse horas más tarde, en el curso del día, luego de sueño reparador. Misión un tanto difícil, para una Rosa intrigada por lo sucedido, por cuanto solicitar permiso a sus padres para salir después de una larga noche fuera de casa la llevaría a incumplir una cita de la cual ella, con muchas dudas y temores, no quería fallar. Mayor inconveniente que enfrentaba no era la diferencia de edad sino el parentesco familiar existente con su inquieto amigo, primo hermano de su mama, que perturbaba su mente, no tanto su corazón ardiente.

Los amores imposibles, como todo lo prohibido, por el extraordinario goce que producen, tienen gran poder de atracción que vence impedimentos que lo obstaculizan; son mágicos, estimulantes de brío y vigor existencial. Su carácter oculto rompe reglas establecidas, producen zozobra, angustia masoquista que paradójicamente promueve dicha, deleite inexplicable cuando desconocen lineamientos de la común razón para satisfacer impulsos irreprimibles.

A las once de la mañana del sábado Mr. Peter recogía a su atrevida jovencita en lugar cercano del vecindario para reiniciar el encuentro erótico que los primeros rayos del resplandeciente sol de esa inolvidable madrugada finiquitaron.

Sin muchos preámbulos se dio inicio a gesta sensual inusitada a media luz, en habitación deliciosamente perfumada de un hotel a la orilla del mar, por las flores que la adornaban, no daría tregua. Sin pasar, más allá, de un interminable y pegajoso beso que selló la romántica historia de dos amantes que, trascurrido el tiempo, no dan término a su exultante relación amorosa.

 Querencia que permanece y se afianza en la medida que los años pasan (25) y pervive, con la misma intensa efusión de ese primer día sin que se concrete compromiso matrimonial alguno, por acuerdo mutuo.
Han preferido continuar viviendo, cada uno por su lado, como fervientes enamorados, febriles amantes, que se han dado el deleite de extender en el tiempo, sin fin, ese fugaz ósculo de una inesperada alborada de mayo a la entrega total de sus cuerpos sin límites, ni en la intimidad ni en el deseo.
Se solazan en el máximo placer de sus anatomías cuando se juntan hasta alcanzar el clímax de lo sensual y libidinoso.

Consideran Peter Amastha y Rosa de los Ángeles que sus días son más divertidos y llevaderos como libérrimos adúlteros que en condición sumisa de esposos ceñidos a rígidas convenciones sociales. Unidos, además, por el vínculo profesional y su común afición beisbolera.

 María de los Ángeles complaciente con el hombre de sus sueños siguió sus pasos como jurisconsulta que lo acompaña, dichosa, en su buffet de abogados.  Felizmente flechados en gracia al bendito milagro de San Valentín.


Teobaldo Coronado Hurtado
Barranquilla febrero 14 de 2020



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