LA PENSIÓN DE ALICIA
Edificio Zarur de blanco. Photo by Dr Teo |
LA
PENSIÓN DE ALICIA
Para vivir en
Cartagena mis padres no tenían persona conocida a donde alojarme.
El señor Manuel
Espinoza, compadre y compañero de trabajo de mi papa, sugirió la pensión de
una paisana suya de Sincé – Sucre, en su parecer muy buena gente, de nombre
Alicia Escudero.
Recibió de entrada la
dueña de la pensión, con voz fuerte y chillona, poniendo los “puntos sobre las
i”, haciendo ver quien era ella. Se pavoneaba de pertenecer a la gente In de su
pueblo con los Merlano, Espinoza, Castilla, Romero, Oliver, Iriarte, De la Ossa, Osorio etc.,
familias todas que formaban parte de su círculo social.
Hablaba hasta por los poros haciendo énfasis
en las delicias culinarias que nos brindaría: mote de queso, carne y bofe
asados con ñame, sancocho trifásico, arroz de coco, carne en posta, todo con la
compañía inseparable del bollo de batata, queso, suero y ajonjolí en pasta. Bolitas de leche nos pondría de postre.
“El único estudiante que vive aquí conmigo es Luis Felipe Merlano, ya es casi abogado, solo le falta terminar este año y presentar la tesis, es muy serio y estudioso, Me hacen el favor y no lo vayan a molestar, es de las familias más ricas de San Luis de Sincé… Ustedes vienen de Barranquilla ¡verdad!, imagino lo desordenados y recocheros que serán”, nos dice en tono amistoso. Se dirigía, además de mi persona, a Luis Toledo, Álvaro Ávila y Alberto Gerts. Llegamos, cada uno por su lado, esa noche de domingo a Cartagena, para comenzar clases el lunes 12 de febrero de 1962. Nunca nos habíamos visto, no nos conocíamos. Luis era bachiller del Colegio Barranquilla, Álvaro del colegio de bachillerato de Sabanalarga, Alberto Gerts del San Roque, y yo del San Francisco.
Plazoleta, Universidad de Cartagena. Photo by Dr Teo |
Nos puso a dormir en
la habitación más grande del apartamento. Cabían, con algo de
incomodidad, cuatro camas de hierro con resortes, de spring les llaman, su
respectivo colchón y una mesita en donde colocar la maleta. En un
cuarto, al lado, bien cómodo, habitaba el estudiante de derecho que ni por
entendido se dio con nuestra presencia.
Comportamiento que mantuvo mayor parte del tiempo que allí pernoctamos.
La pasaba leyendo sus códigos.
El apartamento -
pensión estaba ubicado en el centro histórico de Cartagena enfrente del Parque
Fernández Madrid, segundo piso del Edificio Zarur, de azul marino en su
fachada; hoy pintado de blanco reluciente. Doña Alicia alardeaba a boca llena
del sitio privilegiado en donde residía y de los distinguidos vecinos que tenía:
el magistrado Pacheco Osorio, el abogado Antenor Barboza, el doctor Buelvas,
doña Mary de Ulloa y los intelectuales de la alianza colombo francesa, allí
cercana, para echarnos en cara que debíamos portar bien porque la gente
de los alrededores era muy importante y le “pesaba la cola”.
De la habitación para
la universidad y de la universidad para la habitación, al comedor para ingerir
los alimentos, a eso se reducía nuestro andar en el edificio Zarur. Prohibido
sentarse en la sala o asomarse al balcón. Pillábamos un poco de aire y de
libertad sentándonos en las sombreadas bancas del Fernández Madrid por las
tardes, después de la cena y antes de irnos a estudiar a cualquier parte del
sector amurallado en donde hubiera luz suficiente; preferiblemente en uno de los corredores de la universidad o en el parque de Bolívar.
Primiparos,
estudiantes de medicina, atentos solo a la intensa actividad académica no
teníamos tiempo para reparar en el régimen monástico a que estábamos
sometidos. “Ustedes son unos culicagaos
que apenas acaban de comenzar… ¡estudien, estudien! Para que aguanten el
chorro a la medicina, esa es una carrera difícil. En anatomía se queda mucha
gente, no pasan de ahí. Nada de estar perdiendo el tiempo con muchachitas y
borracheras” nos advertía inclemente. En el fondo al tiempo que nos estimulaba a estudiar estaba previniendo para no
molestar a sus niñas consentidas.
Dona Alicia, mujer
menuda representaba entre 45 y 55 años, tenía dos bonitas “pelás”, blancas y
cabellonas como ella: la Coqui,
cabellera rubia y la Chichi, cabellera negra. No nos volteaban a ver y
nosotros, con el régimen de terror impuesto, menos a ellas. De reojo nos
husmeaban como gentuza de poca monta. Avasallante la influencia materna que,
también, las hacia víctimas de su recio temperamento Escasamente sonreía, la
sinceana madre.
De lo poco que logré
conocer, en las peroratas de su mama, la Coqui y la Chichi eran hijas de
un médico de Barranquilla el doctor Cristóbal González Navarra al que visitaban con alguna frecuencia con su compañía, imagino en busca del favor paternal.
¿Como fue eso?
Supongo que fue fruto de un romance que tuvo el doctor González con Alicia en
su época de estudiante en la Universidad de Cartagena.
“Hoy viene el gerente
de Avianca, hoy viene el gerente de Avianca, el doctor Fernández viene hoy” vociferaba
la señora cuando se preparaba para recibir a este señor, un tipo elegante y
alto, siempre de guayabera; petulante ni miraba para los lados. Nunca supe que pitos tocaba.
Visitaba la casa,
además, el doctor Simancas, un médico bajetón el, de inmancable corbata que se
portaba más cordial, amistoso alguna palabra entrecruzaba con cualquiera de nosotros.
A la señora Escudero encantaban, como pretendientes, para sus atractivas y encopetadas criaturas los apuestos cadetes de la Escuela Naval de Cartagena. Sábados y domingos por la tarde la llegada de esos jóvenes, de rasgos interiorano, de blanco vestidos de los pies a la cabeza y manos enguantadas de acuerdo con su indumentaria marinera, era acontecimiento que alteraba la rutina normal de las tres mujeres.
Champaña o vino, uvas, manzanas, tablas de
queso fino y carnes frías iban y venían al compás de los valses de Johan
Strauss o la música instrumental de Stanley Black que expulsaban las bocinas del mueble de
madera de una radiola marca Philips.
El queso salado de
las ganaderías de Sincé y los porros del maestro Pablo Flórez, hacían “mutis
por el foro”. Eso era demasiado corroncho para visita tan elegante. Los
impertinentes barranquilleros ante tanta parafernalia qué más podían hacer.
Perderse. ¿A dónde?
Memorable para mí las tardes sabatinas al son de la música contagiante de Cortijo y su combo con Ismael Rivera, los merengues de Ángel Viloria, su conjunto típico cibaeño y las guarachas de la Sonora Matancera que escuchábamos abajo del edificio Zarur en el alto andén de una tiendecita de las que quedaban en las “Tres esquinas”, típico rincón en donde se estrella la calle Cochera de Hobos. Ahí refugiábamos y a palo seco – no había con qué para las frías - transportábamos al club bordillo de nuestra pachangosa barriada barranquillera.
Un estudiante de sexto año de medicina atrevió a coquetearle a la Coquí; el coterráneo de Santo Tomás Marcos Molinares. Allá se presentaba y atendían como por obligación, por cortesía. Nada que la niña Coqui estuviera interesada en el moreno cupido. No portaba kepis de marinero. Marcos a escondidas cuando podía nos interrogaba sobre su esquiva dulcinea.
La promesa culinaria, de febrero, había días que sí, pero en su mayoría quedaba en
eso, en promesa. El asunto es que a nuestra anfitriona se le puso la situación difícil y le tocó servirnos en la mesa, para resolver los obligatorios “tres golpes”, ñame en el
desayuno, ñame en el almuerzo y ñame en la comida por la tarde, cocinado en
todas las formas habidas y por haber, acompañado de queso, suero o huevo.
Tubérculo que recibía en grandes cantidades de su tierra sucreña.
Hotel Santa Clara. Antiguo Hospital. Photo by Dr. Teo |
A doña Alicia
Escudero le soportamos durante 210 días su genio, su carácter y sana regañadera. La andanada de ñame que nos prodigó no la aguantamos; fastidiamos y buscamos tierra
alta en otro lugar. A la casa de un compañero, estudiante de medicina Carmelo
Peniche – ya mayor, casado y con un hijo - que tenía una pensión frente al
Hospital Santa Clara, me mude junto con
Luis Toledo y Alberto Gerts.
La de Peniche, “My
dear” pusimos de apodo, es otra simpática historia para contar en próxima
oportunidad.
Doy gracias a Dios por permitir aun tenga vida y buen juicio para contar estos recuerdos que forman
parte del libro sobre mis memorias que estoy escribiendo. Mas aun cuando los
tres apreciados amigos: Lucho, Álvaro y Alberto, que acompañaron en la “Pensión de
Alicia” al inicio de la carrera, ya no están; gozan de la gloria eterna a que tienen derecho los que
sirven al señor; consagrados médicos que fueron los tres.
Barranquilla
enero 25 de 2023
Teobaldo
Coronado Hurtado
Comentarios
Publicar un comentario