DESPEDIDA

 


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“Algo se muere en mí todos los días… Y en todo instante, es tal mi desconcierto, que ante mi muerte próxima imagino que muchas veces en la vida... He muerto”. Exclamaba pesimista el poeta Julio Flórez.

 

La vivencia cotidiana con la muerte que de una manera u otra nos atormenta, por no querer aceptarla o por negarla, se experimenta más intensa, pienso yo, en los momentos aquellos del nostálgico ritual de despedida del ser querido, cuando se va.


Cuando hemos dado doloroso hasta luego a nuestros padres, parientes y amigos al partir a su encuentro final con el más allá.

 



Cuando desde el puerto de la esperanza contemplamos impotentes y tristes como han levantado vuelo los hijos, una vez crecidas sus alas, a la búsqueda de nuevos y mejores horizontes, dejando el nido vacío.


Cuando, meditabundos, observamos el alejamiento, poco a poco, uno tras otro, de los fieles compañeros de la jornada diaria que por muchos años bregaron junto a nosotros por alcanzar una existencia grata

 


Cuando tantos amigos de ayer y de hoy desaparecieron. Siguieron sendero distinto al que veníamos transitando por los avatares propios del destino.

 

Profundo y lacerante dolor nos embarga cuando la vieja casona donde nacimos, crecimos y fuimos felices ya no es el templo sagrado que, a toda la familia, unida alrededor del tronco paterno, congregaba. Cada uno su rumbo tomó.

 




Al fin de cuentas nos vamos quedando solos, solos como los muertos. “No sé; pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna, aunque es fuerza hacerlo, el dejar tan tristes, tan solos los muertos. ¡Ay, Dios mío, ¡qué solos se quedan los muertos! Gritaba adolorido el español Gustavo Adolfo Bécquer. De allí, tal vez, la angustia existencial del bardo colombiano en sintonía con el español para exclamar que “¡Algo se muere en mis todos los días ¡” Nacer es comenzar a morir.

 


Si la despedida es temporal, por la ilusión de un pronto regreso, un hiriente desgarro lacera el alma, como si un trozo de las entrañas nos arrancase en el apretado abrazo que recibimos del que, conturbado, se despide.

 

En la despedida definitiva, sin retorno, pesadas lágrimas brotan adoloridas de nuestros ojos cuando damos postrero adiós a los que la madre tierra acoge en su seno para siempre.

 

Con el jubileo y la sabiduría de los años aprendemos, virtud senil, a decirle hasta luego a las vanidades y frivolidades del mundo. Encontrar reposo necesario a los agites del cuerpo y volcarnos, entusiastas, sobre las cosas del espíritu para lograr la grandiosa dicha de vivir tranquilos y de morir en paz, de despedirnos en paz con nosotros mismos y con los demás,

 

Sin embargo, el apego sin medida   al pedazo de vida que nos queda, y a nada más, nos proporciona la fuerza suficiente para esperar ilusionados, con el corazón expectante, a los que se fueron y algún día, jubilosos, han de retornar. 

 

Toca, continuar hacia adelante, con ganas, confiados en la promesa que nos da la fe de volvernos a tropezar en la patria celestial con los seres amados que se nos adelantaron en el camino, que ya gozan de la amorosa visión de Dios.

 

Mientras, aprovechemos al máximo los venturosos días que nos faltan por vivir.  La vida es buena, hay que deleitarse en ella, hasta que las fuerzas lo permitan.

 

Sursum corda. Arriba los corazones.

Barranquilla junio 23 de 2021

Teobaldo Coronado Hurtado

 

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